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Asbestología como práctica social desde el campo del arte

Por Guillermo Villamizar

del libro ASBESTO EN COLOMBIA. Fundamentos para el debate. Sello editorial Universidad Nacional. 2019. 

En 2012, oí por primera vez la palabra asbesto. En ese momento, escribía un artículo sobre el Museo de Arte de la Universidad Nacional de Colombia en Bogotá y las sorpresas aparecieron al conocer la Colección Daros Latinamerica y los préstamos frecuentes de sus piezas al museo.

Es difícil entender que detrás de la Colección Daros Latinamerica apareciera el antiguo dueño de Eternit, Stephan Ernest Schmidheiny, recién condenado en Italia a 16 años de prisión en primera instancia —con posibilidad de acudir a una corte de apelaciones y a la Corte Suprema de Justicia italiana, donde un tecnicismo legal lo absolvió—, por «desastre ambiental doloso permanente». Esto, debido a la muerte de 3 000 personas por contaminación, incluidos empleados, familiares y personas de los vecindarios donde operaron las cuatro plantas de Eternit en Italia. Estas muertes fueron provocadas por el uso y la fabricación de productos con asbesto, violando voluntariamente normas de seguridad para estos casos.

Ahora bien, una vez retirado del negocio del asbesto de manera estratégica, Stephan Ernest Schmidheiny inició su morphing verde y ecosostenible, hasta consolidar un holding con tres grandes brazos de negocios y filantropías; junto a su papel como impulsor y presidente del Consejo Empresarial Mundial para el Desarrollo Sostenible, siendo todos ellos sus más visibles paquetes de green [1] y artwashing [2] para mostrarle al mundo.

En una nota periodística publicada por Daniel M. Berman (Allen y Kazan-Allen, 2012), se informa que Schmidheiny emprendió una serie de esfuerzos notables por integrarse a las altas esferas de la sociedad estadounidense disfrazado de empresario y filósofo ambiental. En 1992, publicó Cambiando el rumbo: una perspectiva global del empresariado para el desarrollo y el medio ambiente, donde argumenta que el desarrollo de un capitalismo racional basado en el concepto de ecoeficiencia es la solución a largo plazo para la deforestación ambiental y el decrecimiento de las ganancias.

Para entonces empecé un intercambio epistolar con Laurie Kazan-Allen. De todo el material de apoyo compartido, un libro en particular marcaría definitivamente mi compromiso con esta causa: Defendiendo lo indefendible (2008), de los historiadores Jock McCulloch y Geoffrey Tweedale. El libro contiene descripciones muy claras y precisas sobre la historia del asbesto y las diferentes cortinas de humo que la industria fabricó a lo largo del siglo xx para defender su imperio, a pesar de la enorme evidencia científica que vinculaba el mineral con enfermedades mortales. Poco a poco, fui entendiendo las zonas blancas y negras del problema en el nivel internacional hasta terminar posando la mirada sobre Colombia y preguntarme por nuestra situación.

Encontré que en Colombia se usa el asbesto desde 1942, una época que ya le permitía al mundo conocer sobre la asbestosis (Reino Unido, 1924) y el cáncer de pulmón (Alemania, Reino Unido en 1935, 1938, 1943) como enfermedades relacionadas con el mineral. Sin embargo, las asimetrías económicas entre países desarrollados y emergentes marcaban una pauta neocolonialista, porque mientras en Estados Unidos y Europa occidental crecía el debate sobre el asbesto y la evidencia científica aumentaba, nuestros países incorporaban esas tecnologías de manera indulgente. Esto, porque la modernidad imponía la idea del progreso como un factor determinante para medir la riqueza de las naciones y nosotros, carentes de progreso y desarrollo, pero deseantes, nos dimos a la tarea de incorporar las tecnologías que el mundo desarrollado iba desechando. He ahí el precio que la idea de progreso nos impuso, fagocitar desechos, vender materias primas, exportar capitales de deuda, acabar con el medio ambiente y producir tecnologías obsoletas.

Por otro lado, a medida que le hacía preguntas sobre el tema a Laurie Kazan- Allen, iban apareciendo en mi vida personas de la talla de Barry Castleman, Fernanda Giannasi, Eduardo Rodríguez, Paco Báez, Paco Puce, Tania Muñoz, David Egilman, Andy Oberta y Arthur Frank. Más adelante, los encuentros del International Mesothelioma Interest Group (iMig), que se celebran cada dos años, me permitirían conocer con mayor precisión las condiciones científicas de la lucha por encontrar mejores herramientas para enfrentar el mesotelioma, un cáncer provocado por la exposición al asbesto. Personas sobresalientes como los doctores Sam Armato, Hedy Kindler y Chris Strauss, de la Universidad de Chicago, me aportarían saberes para descifrar mejor los enigmas del asbesto desde la perspectiva oncológica y la radiológica. Curiosamente, encontré también que el arte había estado presente en la problemática del asbesto a través de figuras como Conrad Atkinson, Peter Dunn, Margaret Harrison y Bill Ravanesi.

De cada uno de ellos fui aprendiendo parte del inmenso arsenal de conocimiento requerido para entender mínimamente las complejas tramas del asbesto. Es necesario intentar reunir en una sola mente a un químico, un médico, un ingeniero, un abogado, un sindicalista y un activista, con el temperamento y la sensibilidad de un artista, a fin de ir armando este rompecabezas. Si se logra conservar la cabeza fría y se corre el riesgo, podremos llegar a convertirnos en «asbestólogos» con una perspectiva holística y un enfoque interdisciplinario.

Sin la ingente información proveída por estas personas, este libro no habría sido posible. De hecho, sus aportes directos conforman una parte importante de este. Cada científico y experto consultado en cualquier lugar del planeta ha estado presto para atender mis preguntas, a veces impertinentes, y su solidaridad ha resultado invaluable.

Dicho esto, ¿cómo es que un campo de investigación como el que he llamado la asbestología ha devenido en una práctica social, como la he asumido
en mi trabajo artístico y crítico? En la introducción de Chlöe Bass a su libro Art as social action, coeditado con Greg Sholette, se brinda la siguiente definición de las prácticas sociales artísticas:

La práctica social desde el arte es un campo emergente e interdisciplinario de investigación y práctica que gira en torno a las artes y las humanidades, al mismo tiempo que abarca disciplinas externas como los estudios urbanos, ambientales o laborales, arquitectura pública, y organización política, entre otros. Su objetivo general no es simplemente hacer arte que represente instancias de injusticia sociopolítica (consideremos el Guernica de Picasso), sino que recurre a variadas formas que ofrece el campo expandido del arte contemporáneo, como un método social colaborativo, colectivo y participativo, para lograr instancias objetivas de justicia progresiva, construcción de comunidad y transformación. (2018, p.3)

Asimismo, Claire Bishop (2006) declara que una breve genealogía de las prácticas artísticas las puede situar originalmente en el interés de algunos artistas por ver la escultura in situ como un espacio para problematizar lo social, antes que lo formal o lo fenomenológico (Kwon, 2002). Esa producción del espacio social había sido trabajada antes por el filósofo francés Henri Lefebvre desde la década de los 70, a partir de consideraciones tomadas de Hegel y Marx, según las cuales el espacio social no solo es la producción de bienes, cosas, mercancías y productos, sino que también es la producción de lo intangible, como ideas, conocimiento, ideologías, instituciones y obras de arte (Lefebvre, 1974).

En el espacio de lo social y su desarrollo, una serie de eventos marcaron pautas definitivas para este giro cultural, que van desde la caída del Muro de Berlín en 1989, el ascenso del neoliberalismo y la privatización de lo público, pasando por la crisis del sida, la caída de las Torres Gemelas en 2001, las guerras de Irak y Afganistán, hasta la lucha contra el terrorismo, la flexibilización laboral y, en el plano nacional, el ascenso del narcotráfico y el fenómeno paramilitar, que determinarían la vida política de forma contundente. Incluso se puede afirmar la existencia de todo un siglo de movimientos que han determinado el giro social del arte, tales como el movimiento feminista, la lucha contra el régimen del Apartheid, el movimiento en defensa de los derechos civiles en Estados Unidos, Mayo del 68 en Francia, la guerra de Argelia, el
reciente movimiento antiglobalización, las protestas de Seattle, la Primavera
árabe, el 15M en España, la ocupación de Wall Street y el conflicto interno
entre el Estado colombiano y la insurgencia armada.

Podemos ver el vínculo referencial entre la historia del arte y las prácticas sociales en la identidad de algunos artistas de la mitad del siglo xix —entre los que se encuentra Gustave Courbet—, en el cual la retórica revolucionaria y las luchas de la naciente clase obrera (Grant, 2005) coinciden con el ascenso de las vanguardias artísticas que desafían las convenciones estéticas.

Las vanguardias históricas introdujeron un sesgo importante en sus procedimientos al integrar en sus postulados la base revolucionaria del arte, entendida como una crítica a los aparatos de control del poder social, los valores y el gusto burgueses. Esto es evidente en la representación que el realismo hace de temas tabú, como la prostitución y la pobreza; el rechazo del impresionismo hacia las normas del realismo académico; el posterior desmantelamiento aun más radical de estas mismas normas por parte del cubismo (Grant, 2005); el intento del dadaísmo de desgarrar el repertorio de formas heredadas a fin de disolver las estructuras del ego burgués (Blissant, 2007); el surrealismo y su huida de la razón; el proyecto constructivista de infundir una nueva dinámica de propósito social y una inteligencia multidisciplinaria de diálogo político entre arquitectura, el diseño y los medios de comunicación nacientes, y la integración de la convergencia marxista y frankfurtiana de los situacionistas en su cuerpo de obra, tanto teórico como práctico, mediante una labor subversiva en el campo de la recepción del arte, activada potencialmente en la vida cotidiana
de las sociedades de consumo (Blissant, 2007).

Posteriormente, el ascenso de la escuela de Nueva York, con la emergencia de una vanguardia neodadá que permitió el posterior desarrollo del arte
conceptual a partir de los postulados del minimalismo, fue el sello distintivo que legitimó los esfuerzos por desmaterializar la actividad sensible (Lippard, 2001). Una deriva conceptual de esta tendencia fue la crítica institucional. De 1969 en adelante, comienza a surgir el concepto de institución del arte que incluye no solo el museo y los espacios de producción, distribución y recepción del arte, sino la totalidad del campo del arte como universo social (Fraser, 2005). Los reparos hechos al sistema artístico, liderados por la crítica institucional, permitieron al movimiento social del arte extender su análisis más allá de la institución central y abarcar al conjunto de la sociedad. Era posible, entonces, trabajar en complicidad con la institución, criticarla o trabajar contra ella a fin de reinventarla.

En la definición que propone Julia Bryan-Wilson (2003), la crítica institucional es el mecanismo que interroga las funciones ideológicas, sociales y
económicas del mercado del arte, en particular de los museos, el mecenazgo y otros mecanismos de distribución y exhibición. En efecto, el desarrollo y crecimiento del mercado del arte lo convirtieron en un actor decisivo en el devenir del arte contemporáneo.

A partir de una perspectiva marxista y la impronta teórica heredada de la escuela de Frankfurt —la cual definió un cuerpo de teoría crítica de los
postulados de Walter Benjamin, Theodor Adorno y Max Horkheimer, entre otros—, se empezó a discutir sobre la transformación gradual de la obra de arte en mercancía, planteando una alternativa sobre el rol de la cultura en un contexto capitalista.

Uno de los primeros en advertir tal fenómeno fue Walter Benjamin, «señalando esa mercantilización a partir del desarrollo tecnológico que condujo a la reproducción mecánica incontrolada de las obras de arte, lo que de resultas tuvo un impacto negativo en su autenticidad» (Papaioannou, 2013, p. 1). Más adelante, Theodor Adorno y Max Horkheimer, en Dialéctica de la ilustración (1944), acuñaron el término industria cultural como un concepto clave para definir la producción de bienes culturales en serie, reflejando la influencia del capital en la cultura. El tema del aura que se pierde en la obra reproducida probablemente plantee un debate superado, pero lo importante es señalar esa relación que provoca la obra reproducida y masificada. En vez de acercar el gran arte al público, esto condujo a su banalización y ulterior reducción a mercancía. Lo sustancial aquí no es la reproducción infinita ni la pérdida de autenticidad, sino lo que se transmite.

Después, en Industria cultural (1991), Adorno señala que la producción de obras de arte se redujo a la reproducción dirigida al consumo masivo con el objeto de intervenir, educar y controlar el tiempo libre de las masas. Y, de acuerdo con Adorno, la producción cultural se transformó en un componente integrado de la economía capitalista en su conjunto al sumar dos dispositivos esenciales del control social: el mercado y la cultura.

La producción de bienes (materialismo) y el consumo se definen a partir de las reglas del mercado. Este último es la institución central que ejerce el control social. Por lo tanto, los individuos en nuestras sociedades son vistos, sobre todo, en términos de su rol en el mercado, de modo que el mercado se convierte en la llamada fuerza «natural» de la sociedad, la cual, se dice, está más allá del control humano porque tiene la capacidad de autorregularse (Bellamy, 2002).

Como respuesta al poder del mercado y sus mecanismos de exclusión, la convergencia de una tradición vanguardista inspirada en los movimientos
artísticos de comienzos del siglo xx y la neovanguardia de los 60, además de una respuesta al vacío que dejó la caída del comunismo como un vestigio revolucionario que unía política y radicalismo estético (Bishop, 2006), los artistas fueron descubriendo que la resistencia de base podía ofrecer alternativas al ascenso del modelo neoliberal y apareció un movimiento diverso. En muchos casos, este movimiento no necesariamente respondía a las emergencias sociales, pero era signo de un cambio de paradigma, como el arte comprometido con la sociedad, el arte comunitario, las comunidades experimentales, el arte dialógico, el arte cooperativo, el activismo urbano, el arte de mapeo ambiental, el arte participativo, el arte basado en la investigación, la estética relacional, la crítica institucional, las instalaciones interactivas, el arte de acción, el arte ecológico y muchas otras denominaciones que hoy en día se pueden etiquetar bajo el sello amplio de las prácticas sociales desde el campo del arte.

En palabras del artista británico Peter Dunn, los artistas pasaron de ser «proveedores de contenidos» encapsulados en un objeto a «proveedores de
contextos» (Grant, 2005), con el fin de transformar, alterar, modular o cambiar el curso de esos contextos en la esfera pública. Esto terminó por crear un movimiento desde un asunto ontológico (¿qué es el arte?) hacia una pregunta pragmática (¿qué puede hacer el arte?) (Allen, 2001).

Las prácticas sociales artísticas han devenido en un fenómeno con una incidencia importante en el arte alternativo internacional. El desencanto frente al campo del arte, donde son muchos los jugadores y pocos los escogidos, ha provocado que los artistas coincidan en la percepción de su trabajo como si estuviera sometido a una suerte de censura, producto de la «selección natural» que impone la economía del gusto; acompañado esto de un interés legítimo por experimentar con nuevas formas de producción en abierto desafío a las lógicas del mercado del arte. La condición intangible con que operan las prácticas artísticas se puede equiparar a las dinámicas de la era digital, en la que la infraestructura física no es esencial para generar oportunidades de crecimiento y la producción de bienes es desplazada por una economía de servicios que impulsan las tecnologías de la información.

Una estampida de artistas hacia formas más complejas de relación con la sociedad y el arte ha surgido a causa del debate interminable sobre la influencia del mercado del arte y su autoridad para modelizar los sistemas artísticos, en aparente complicidad con ese mismo mercado, sin importar cuán radicales lleguen a ser las propuestas de los artistas. En algunos casos, esta misma radicalidad es una condición imprescindible del éxito, pero también una receta perfecta para desactivar los contenidos subversivos del arte, ya sean estos de carácter social fuera de su campo o integrados a su esfera interna.

Así pues, el artista se metamorfosea hacia el campo de la asbestología a fin de participar con agudeza en una investigación de largo alcance y poder entender las complejas tramas que rodean aspectos vitales de la sociedad como la salud pública, ambiental y ocupacional, puesta en riesgo por los modelos de desarrollo imperantes. Lo que he llamado metáfora del asbesto es también una herramienta interesante para comprender las lógicas del capital y su idea del progreso, amparada en ese concepto de la modernidad que le ofreció al hombre la posibilidad de usar su conocimiento para dominar las fuerzas de la naturaleza y construir un bienestar general. Sin embargo, el bienestar que nos ofrecen sustancias como el asbesto conlleva una preocupante deuda en términos de salud pública, ambiental y ocupacional, convirtiéndose en el precio que paga la sociedad por el desarrollo. Desafortunadamente, este costo lo terminan sufragando los eslabones más débiles de la sociedad, en este caso, los trabajadores. De igual modo ocurre con el fracking, la fumigación con glifosato y el cambio climático.

El desarrollo sostenible y la responsabilidad social corporativa son las renovadas estrategias que ha inventado el progreso para bendecir su vieja prédica: acumulación de capital mediante la privatización y la mercantilización de cada aspecto de la naturaleza, desde moléculas hasta montañas, desde tejido humano hasta la atmósfera de la tierra (McAfee, 1999). La insistencia en prácticas como el desarrollo sostenible y la coordinación de esfuerzos por conservar y regenerar los recursos naturales se inscribe en unas nuevas políticas del desarrollismo ambiental cercano al capitalismo contemporáneo, las cuales buscan la bancarización de este sector como un activo que se debe salvar, no para protegerlo sino para comercializarlo.

Bajo el modelo de desarrollo imperante en el capitalismo global, las actuales condiciones sociales hacen impensable la posibilidad de que el progreso humano se dé sin violentar temerariamente la capacidad disponible de recursos naturales en unos términos razonables, es decir, sin poner en peligro la autosostenibilidad ambiental y la vida humana en el planeta.

Karl William Kapp, economista alemán, escribió El costo social de la empresa privada (1950), un libro pionero sobre lo que vendría a llamarse más
adelante la economía ecológica. Kapp habla de los costos sociales en vidas humanas que representa el hecho de que las empresas no asuman responsabilidad por afectaciones biológicas que perjudican a sus trabajadores, los cuales exponen sus vidas con la promesa de una remuneración por su trabajo y un sustento para vivir dignamente.

Claramente, Kapp señala que el capitalismo debería ser recordado como el sistema económico de los costos no pagados. Y no hablamos tan solo de vidas humanas expuestas en el ambiente laboral, sino del calentamiento global y la destrucción de la capa de ozono. Además de las consecuencias de estos, como el crecimiento de las temperaturas ambientales de la superficie y las capas internas de los océanos, que incrementa ciclos inesperados en la tasa de lluvias y aumenta la desertización en las regiones semiáridas. Todo esto, acompañado de la extinción de especies animales, la sobrepesca, la pérdida de la diversidad genética, la eliminación de los arrecifes coralinos, el aumento de la toxicidad en el medio ambiente, la puesta en riesgo de las fuentes hídricas, la contaminación radioactiva electromagnética de las nuevas tecnologías, el impacto de los experimentos transgénicos y un largo etcétera (McAfee, 1999). Me refiero a este tipo de cosas cuando acuño el término metáfora del asbesto como un método para entender nuestras sociedades contemporáneas.

Como se sabe, la OMS es la autoridad directiva y coordinadora de este tema dentro del Sistema de Naciones Unidas. Es la entidad responsable de liderar los asuntos mundiales sobre la salud, configurar la agenda de investigación, establecer normas y estándares, articular opciones políticas basadas en evidencia, prestar asistencia técnica a los países y monitorear, vigilar y evaluar las tendencias mundiales de la salud. A pesar de la enorme evidencia ofrecida por la oms al catalogar el asbesto en todas sus formas dentro del Grupo 1 de sustancias (International Agency for Research on Cancer, 2012) —como un carcinógeno para el ser humano, lo que significa que se tienen pruebas suficientes para confirmar que causa cáncer a humanos—, las autoridades colombianas siguen sin tomar medidas efectivas para prohibir el uso del asbesto crisotilo. Pero la batalla más importante de este conflicto por la salud pública se da en el terreno de las argumentaciones que, desde el campo de la ciencia y la epidemiología, ponen en tela de juicio las aseveraciones de organismos como la OMS y otros.

¿Por qué ocurre esto? Esta pregunta nos pone a sobrevolar terrenos que desafían las lógicas de la verdad y el rigor científico. Nos adentramos en el campo de las ficciones y las producciones simbólicas que construyen y modelan un mundo obligado a responder a los intereses del capital y a las ganancias económicas de la industria del asbesto en vez de los intereses públicos. Frente a la concluyente evidencia científica esgrimida por los investigadores, la industria se dio a la tarea de construir su propia «sólida» evidencia científica que controvirtiera los vínculos del asbesto con enfermedades mortales como la asbestosis, el cáncer de pulmón y el mesotelioma. Y, en cierta medida, lo consiguió. Esto explica cómo en muchas economías emergentes como Rusia, India, China y Colombia, entre otras, se sigue utilizando el asbesto bajo la falsa premisa de que uno de sus tipos, el asbesto crisotilo, no representa daño alguno para la salud humana en condiciones de seguridad y exposición controlada.

Así, la industria creó todo un arsenal de informes, declaraciones, simposios y conferencias que fueron formando la teoría del uso controlado del asbesto. Poco a poco, la industria del asbesto elaboró, desde los escritorios y laboratorios, una ficción, un discurso plagado de errores y basado en el fraude científico, que llegó a los medios de comunicación y a los estrados judiciales, a los ministerios y funcionarios y demás personas que toman decisiones u ofrecen consejería en esta materia, a fin de cubrir con un manto de sospecha lo que la ciencia había demostrado. Aparecieron entonces una ciencia buena y una ciencia mala; hombres de negocios disfrazados de médicos emergieron como musas inspiradoras de supuestas ciencias que inundaron los debates con hábiles mentiras por dinero, las cuales se constituyeron en verdades incontrovertibles.

La ficción y sus símbolos, herramientas únicas del arte y la imaginación del escritor, empezaron a ser instrumentos de la creatividad aplicada a los negocios; de este modo, el mundo objetivo se convirtió en un universo dibujado por imágenes y apariencias encargadas de pintar un mundo mítico, fantasioso, mágico, podría decirse, pero con ogros y monstruos que matan sin misericordia como en los cuentos de horror. Desde la aparición de la evidencia, hemos sido espectadores de un juego complejo dirigido por la industria del asbesto con el propósito claro de deslegitimar las aseveraciones de la ciencia con el fin de salvarse a sí misma, no importa cuántas vidas humanas se expongan a la muerte.

Aquí quiero señalar la presencia de una dimensión simbólica que opera abiertamente en ese espectro de la realidad, y que, por ser realidad y llamarse de esta manera, suponemos que se trata de un espacio desprovisto de ficciones y de fábulas. Esta «realidad» es la ficción que actúa como verdad. Reemplazadas por las ficciones del engaño, las relaciones humanas se hacen presa fácil de la mitología social que quiere ocultar la enfermedad en este caso —pero que sirve como modelo para entender otros campos de la actividad humana—, operando en el espacio social de la realidad con una perspectiva que toma las herramientas de la simbología como armas de control social. La división de saberes ha impuesto a la sociedad una parcelación del conocimiento tal, que solo aprendemos a entender las cosas desde una posición restringida. Por eso somos víctimas de desinformación, es decir, de las ficciones que los sistemas de poder nos implantan.

Mediante diagnósticos claros, la evidencia científica permite al paciente, por ejemplo un trabajador, conocer el verdadero estado de su salud, en especial cuando hablamos de exposiciones a sustancias peligrosas. El asbesto es una de tales sustancias, pero esto supone un camino tortuoso para el trabajador, que busca las atenciones adecuadas a sus demandas en los sistemas de salud públicos.

Al revisar la legislación colombiana en esta materia y a pesar del retroceso neoliberal desde la última década del siglo pasado, se pueden encontrar
elementos garantes del derecho laboral. Sin embargo, esto no se aplica en muchos casos. Frente al ordenamiento jurídico que garantiza esos derechos, se impone una realidad que los niega. El ejemplo del médico investigador Mauricio Torres Tovar (Torres, Luna, Parra y Spurling, 2016), quien reseña el caso de la Asociación de Trabajadores y Extrabajadores Enfermos de General Motors Colmotores (asotrecol), documenta que las acciones de los trabajadores son producto de una inoperancia de la ley para hacer cumplir sus derechos. En ese sentido, lo que aparece consignado en la ley no es evidente al momento de ejercer el derecho, cuando son violadas las normas que protegen taxativamente a los trabajadores de las fábricas.

En el trabajo de campo, las cifras halladas parecen controvertir la teoría jurídica, pues se detecta un contraste entre la condición taxativa de los hechos que cubre la ley y su cumplimiento en la realidad. Vale la pena anotar la dimensión del caudal de datos empíricos con que cuenta el investigador. A falta de ellos, la escasa información determina la especulación científica cuando se trata de interpretar la realidad, pero introduce una dimensión ética respecto del quehacer que es fundamental para la valoración de los resultados. Si la información no es escasa, se puede decir que es una información manipulada cuando, por ejemplo, los gremios interesados en el sector aportan aquellas investigaciones que puedan sesgar la mirada científica del investigador.

La redacción de las normas para cualquier sector corre por cuenta de abogados que definen las autopistas por donde circulan los ciudadanos y sus necesidades, como es el caso de la atención en salud y más si hablamos de salud ocupacional. El imperio de la ley es de los abogados y la democracia se sostiene a partir del respeto y el acatamiento de todos sus asociados (ciudadanos) a la ley establecida. Aquello que dicen los funcionarios y los académicos es una narrativa inventada por el Estado, que, como máquina, crea modelos de operación en una suerte de estetización de la salud pública. Las cifras tranquilizan, los informes aplacan las sospechas, los gráficos dicen que todo está en orden, que la salud se cuida, que los trabajadores están a salvo de la barbarie productiva de un modelo de desarrollo que depreda todo, excepto sus ganancias.

Entre la ficción de la ley y la veracidad del cuerpo que muere despacio para que tenga incluso valor de producción hasta su último momento —el
cual llega con una pensión— triunfa el relato artístico de los documentos que muestran las cosas como si estuvieran en orden. La ficción de los derechos laborales se negocia entre instituciones, empresarios y sindicatos patronales sin la presencia del cuerpo de la evidencia. Este cuerpo no aparece en las imágenes diagnósticas, ni en los soplos que miden el aire, ni en la mirada del médico, ni en los dictámenes que leen las placas o en los fonendoscopios que oyen los pulmones silbar. Ahí hay silencio, no hay obra, no hay narrativa y, si existe, es una narrativa invisible que no se deja valorar en las contabilidades epidemiológicas, porque su presencia destruiría la práctica de la ficción de salubridad bajo una máscara de corrección estética.

No obstante, el ojo sabe que hay un daño en el parénquima del pulmón, es decir, que el intercambio gaseoso no opera con normalidad y por ello el paciente se ahoga, no puede respirar bien y sufre de disnea. Al revisar la historia clínica laboral, el paciente puede decir si ha estado expuesto al asbesto o no, lo que permite emitir un diagnóstico: positivo por asbestosis causada por exposición. De este modo, una historia sencilla se convierte en una amenaza para la industria. Demostrar que el asbesto enferma y mata presupondría detener su uso, pero el progreso, obstinado en su labor predadora, dice: «¡Es imposible! Debo permitir su uso bajo modalidades de control que no afecten la salud del trabajador».

A partir de este ejemplo se puede comprender la producción de ficciones y los elementos que la ley y la ciencia aportan. Estos se transforman en un
universo complejo, saturado por dudas que intentan desacreditar la evidencia, la cual es una herramienta de protección para quien sufre las consecuencias de la exposición al asbesto. Esta narrativa es incontrovertible, pero susceptible de opacar la verdad y asfaltar el engaño. Por eso, es necesario crear un discurso que controle las alarmas, disipe las angustias, aplaque la verdad y, para ello, nada mejor que la ficción. Las narrativas ficticias aplacan los miedos, disipan los temores, tranquilizan a empleador y empleado, regularizan las tensiones y hacen creer en un mundo más seguro.

Cuando se debe probar la evidencia ante el estrado judicial, la máquina narrativa entra en operación a todo vapor, según sea el caso. Ya no es el hecho científico lo que cuenta. En cambio, la ciencia se vuelve sujeto de interpretación, es puesta a narrar en un escenario que le es ajeno. Pierde importancia el carácter científico de la ciencia y asciende su carácter jurídico. El narrador (el médico, por ejemplo) debe crear otro relato o se expone a las contrapreguntas y esa artillería de inquietudes no la construye un médico, sino el abogado de la contraparte. Relaciones asimétricas, extrañas, ficcionales, donde la ley interroga por igual a charlatanes o a hombres serios de ciencia. Todo vale en los relatos de ficción.

El derecho parodia a la justicia. Ya no se hablaría de justicia sino de una
ciencia (el derecho) que simula buscarla. Pero ese proceso falla porque la justicia
no se restablece. Por el contrario, queda sometida a un orden que produce ficciones y controvierte la prueba mediante tecnicismos, como sacados del sombrero de un mago; sometida a los abogados que narran de nuevo lo que la ciencia ha descubierto, a fin de introducir el sesgo que pone todo en entredicho, crear un nuevo contexto como si nada hubiese existido antes y partir de cero, eliminar la evidencia y dejar la página en blanco que será reescrita. La ficción jurídica transforma el hecho inicial en un metarrelato donde la juridicidad se viste de ciencia sin serlo. El derecho y sus alegatos «no son lo que lo hace hablar, sino lo que él habla. Habla la cosa produciéndola», dice Lyotard (1981, p. 171).

En esta producción de ficciones es interesante observar que la ficción falla si se asemeja a la ficción. No estamos hablando de ciencia ficción o de relatos imaginarios futuros, sino de relatos presentes que deben parecer muy reales con el fin de que operen. Entonces la labor del narrador es hacer que el relato parezca real, aunque no lo sea. Si fuera real, sus contabilidades «científicas» rodarían vergonzantes ante la opinión pública. Por lo tanto, deben parecer reales; de lo contrario, el embrujo ficcional corre el riesgo de perder su efectividad.

Por eso, los empresarios ataviados de científicos piden pruebas por doquier, en vez de admitir la lógica de la precaución, que pasa por la prohibición
como en el caso del asbesto; y cuando aparecen las pruebas solicitadas, ellos fabrican las suyas para introducir la duda. «La duda es nuestro producto» (Michaels, 2005), decía un alto ejecutivo de la industria del tabaco en el artículo de Michaels, antes de empezar a admitir que el tabaco causa cáncer. Con el talismán de la duda en sus bolsillos, fumigan a los medios de comunicación, inundan la opinión pública con incertidumbres y atiborran los estrados judiciales con dilemas que encajan perfectamente en el teatro de la justicia.

La sociedad de la imagen y el espectáculo profetizada por los situacionistas franceses es cosa del pasado. Ya no opera tanto la imagen como el relato ficcional. Los hechos no valen, vale su interpretación y lo que el poder político, alimentado por el poder económico, quiera decir. Del resto se encargan los medios. Por esta razón, a los industriales del asbesto les resulta más cómodo y efectivo pretender desmentir a la ciencia que debatir políticas en materia de salud pública o asumir las compensaciones económicas, como lo señala David Michaels (2005).

Este libro apunta, entonces, a descifrar las claves de las narrativas que la industria del asbesto ha desarrollado para defender sus intereses. En palabras del doctor Richard Lemen:

A lo largo de los últimos treinta años, las organizaciones científicas y agencias gubernamentales han revisado a fondo y de forma meticulosa gran cantidad de datos publicados sobre el asbesto, y han llegado a la conclusión de que todos los tipos de fibras comercialmente viables de asbesto (incluidos amosita, antofilita, actinolita, crisotilo, crocidolita y tremolita) causan enfermedad y muerte producidas por asbestosis, el cáncer de pulmón, el mesotelioma y el cáncer de laringe y de ovarios. No se ha identificado ningún nivel seguro de exposición a cualquier tipo de asbesto; es decir, no existe ningún valor umbral por debajo del cual todos los individuos estarían libres del riesgo de contraer una enfermedad relacionada con el asbesto. (Lemen et al., 2016, p. 5)

Son pocas las sustancias tan estudiadas como el asbesto y las enfermedades relacionadas con él, por lo que este documento no pretende caer en una
retórica de datos a fin de comprobar lo que está demostrado con suficiencia; no obstante, el objetivo de este libro es señalar la dimensión sociológica, si lo podemos llamar de esa manera, que subyace en el debate sobre el asbesto, es decir, el fraude científico que ha acompañado a las discusiones sobre esta problemática y sus implicaciones éticas.

La periodista y activista de derechos humanos canadiense, Kathleen Ruff, quien también aparece en este libro, denuncia el comportamiento corporativo de la industria del asbesto al filtrar documentos en revistas con concejos editoriales proclives al sesgo. Ella señala que las grandes corporaciones a menudo invierten estratégicamente en agendas de investigación, cuyo objetivo es desarrollar un cuerpo de conocimiento científico favorable a un interés económico específico, con el fin de defenderse contra demandas particulares de responsabilidad legal. Si bien algunos académicos consideran estas declaraciones como simples datos anecdóticos, estas terminan siendo las fuentes que alimentan los análisis del estado del arte de temas relacionados con el asbesto, llenando la literatura científica de estudios financiados por la propia industria para afectar la veracidad de las conclusiones que emiten los expertos. Este es, puntualiza ella, el problema de nuestro tiempo (Ruff, 2013).

He compilado aquí 6 años de investigación bibliográfica y trabajo de campo respecto al tema del asbesto desde un enfoque interdisciplinario y apoyado en el arsenal teórico de las prácticas sociales del arte. Han sido años de estudio y revisión de documentos, de múltiples entrevistas con todos los actores del drama. Desde un principio me llamó poderosamente la atención la existencia de dos tesis tan opuestas con la vida humana de por medio. Pero ha sido gracias a los conocimientos ofrecidos por Barry Castleman, David Egilman, Arthur Frank, Andy Oberta, Kathleen Ruff, Richard Lemen, David Michaels, Paul Brodeur, Jukka Takala, Laurie Kazan-Allen, Jock McCulloch y Geoffrey Tweedale, que poco a poco empecé a ver claridad en la inmensidad de datos, muchos de ellos contradictorios, junto al apoyo decidido e incondicional de mi compañero en esta aventura editorial, Gabriel Camero Ramos.

He compilado aquí seis años de investigación bibliográfica y trabajo de campo respecto al tema del asbesto desde un enfoque interdisciplinario y apoyado en el arsenal teórico de las prácticas sociales del arte. Han sido años de estudio y revisión de documentos, de múltiples entrevistas con todos los actores del drama. Desde un principio me llamó poderosamente la atención la existencia de dos tesis tan opuestas con la vida humana de por medio. Pero ha sido gracias a los conocimientos ofrecidos por Barry Castleman, David Egilman, Arthur Frank, Andy Oberta, Kathleen Ruff, Richard Lemen, David Michaels, Paul Brodeur, Jukka Takala, Laurie Kazan-Allen, Jock McCulloch y Geoffrey Tweedale, que poco a poco empecé a ver claridad en la inmensidad de datos, muchos de ellos contradictorios, junto al apoyo decidido e incondicional de mi compañero en esta aventura editorial, Gabriel Camero Ramos.

Más que autores, hemos querido ser comunicadores. Me ha interesado recopilar y ordenar selectivamente los datos obtenidos por algunos de los investigadores más importantes del mundo en el tema del asbesto, para que el lector entienda que nuestra sociedad está ante un juego de alto riesgo, que es el arrinconamiento de la veracidad científica por parte de un poder económico interesado en ocultarla.

Actualmente, un proyecto de ley cursa en el Congreso de la República de Colombia, el cual busca prohibir el uso del asbesto. Esperamos que esta publicación contribuya a dilucidar que, detrás del debate sobre el asbesto, existen dos posiciones irreconciliables y una de ellas se ampara en la manipulación de los datos científicos. Al final de su lectura, estimado lector, usted podrá tener los elementos de juicio para comprenderlo.

[1] El concepto de Greenwashing se entiende como “la inducción al público hacia el error o la percepción diferente, haciendo hincapié en las credenciales medioambientales de una empresa, persona o producto cuando estas son irrelevantes o infundadas”.

[2] Un procedimiento en el que un individuo o empresa, gobierno u otro grupo promueve el arte visual y sus conceptos, para crear un beneficio y limpiar su imagen en relación con el comportamiento corrupto a nivel político, ambiental, laboral o social, de manera opuesta al objetivo de las iniciativas anunciadas por el artista.

 

Referencias

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[1] El concepto de Greenwashing se entiende como “la inducción al público hacia el error o la percepción diferente, haciendo hincapié en las credenciales medioambientales de una empresa, persona o producto cuando estas son irrelevantes o infundadas”.

[2] Un procedimiento en el que un individuo o empresa, gobierno u otro grupo promueve el arte visual y sus conceptos, para crear un beneficio y limpiar su imagen en relación con el comportamiento corrupto a nivel político, ambiental, laboral o social, de manera opuesta al objetivo de las iniciativas anunciadas por el artista.