Gran parte de lo que concluyen los investigadores médicos en sus estudios es engañoso, exagerado o totalmente erróneo. Entonces, ¿por qué los médicos, en un grado sorprendente, siguen recurriendo a la desinformación en su práctica diaria? El Dr. John Ioannidis ha pasado su carrera desafiando a sus compañeros al destapar su falsa ciencia.
POR DAVID H. FREEDMAN
EDICIÓN DE NOVIEMBRE DE 2010
Publicado originalmente en: The Atlantic
En 2001, circulaban rumores en los hospitales griegos sobre residentes de cirugía que, ansiosos por aumentar el tiempo que pasaban con el escalpelo, estaban haciendo falsos diagnósticos entre desventurados inmigrantes albaneses con apendicitis. En el hospital universitario de la facultad de medicina de la Universidad de Ioannina, una doctora recién llegada llamada Athina Tatsioni discutía los rumores con sus colegas, cuando un profesor que la escuchó por casualidad le preguntó si le gustaría demostrar que tales rumores eran ciertos; él solo parecía estarla desafiando. La doctora aceptó el reto y, con la ayuda del profesor y otros colegas, finalmente produjo un estudio formal que logró demostrar que, por alguna razón, los apéndices eliminados a los pacientes con nombres albaneses en seis hospitales griegos tenían más del triple de probabilidades de ser perfectamente saludables, en comparación con los apéndices eliminados a pacientes con nombres griegos. «Fue difícil encontrar un periódico dispuesto a publicarlo, pero lo hicimos», recuerda Tatsioni. «También descubrí que realmente me gustaba la investigación». Algo muy bueno, porque el estudio en realidad había sido una especie de prueba. Lo que descubrió fue que el profesor había formado un equipo de terapeutas y doctores jóvenes, excepcionalmente descarados e imprudentes, para unirse a él y abordar una agenda inusual y controvertida.
La primavera pasada, me senté en una de las reuniones semanales del equipo en el campus de la facultad de medicina, que se despliega alocadamente a través de una serie de colinas afiladas. El edificio en el que nos encontramos, como la mayoría en la escuela, tenía el aspecto de un cuartel y estaba adornado con grafitis políticos. Pero el grupo se reunió en una espaciosa sala de conferencias que podría haber estado en la casa de una de esas nuevas empresas de Silicon Valley. Dispersos alrededor de una gran mesa estaban Tatsioni y otros ocho investigadores y médicos griegos bastante jóvenes que, a diferencia del personal más joven y blanco que se ve con frecuencia en los hospitales de EE. UU., parecían el elenco glamoroso de un drama televisivo sobre médicos. El profesor, un hombre apuesto y de voz suave llamado John Ioannidis, presidia libremente el encuentro.
Una de las investigadoras, una bioestadística llamada Georgia Salanti, encendió una computadora portátil y un proyector, y comenzó a guiar al grupo a través de un estudio que ella y algunos colegas estaban completando, y lanzó esta pregunta: ¿estaban las compañías farmacéuticas manipulando las investigaciones publicadas, para que sus medicamentos se vean bien? Salanti resaltó datos que parecían indicar que sí, pero los otros miembros del equipo casi inmediatamente comenzaron a interrumpir. Uno señaló que el estudio de Salanti no abordaba el hecho de que la investigación de compañías farmacéuticas no estaba midiendo resultados «duros», críticamente importantes para los pacientes, como la supervivencia frente a la muerte, y en su lugar tendía a medir resultados «más suaves», como la autoinformación de síntomas («mi pecho no me duele tanto hoy»). Otro señaló que el estudio de Salanti ignoraba el hecho de que cuando los datos de las compañías farmacéuticas parecían mostrar que la salud de los pacientes mejoraba, estos datos a menudo no demostraban que el fármaco era el responsable, o que la mejoría era algo más que marginal.
Salanti se mantuvo firme, como si lo que estaba pasando fuera parte de lo esperado, y reconoció valientemente que las sugerencias eran todas buenas, pero dijo que un solo estudio no puede probar todo. Justo cuando me daba la sensación de que los datos de los estudios sobre drogas eran infinitamente maleables, Ioannidis, que más que todo había estado escuchando, dio lo que parecía un golpe de gracia: ¿no era posible, preguntó, que las compañías farmacéuticas seleccionaran cuidadosamente los temas de sus estudios, por ejemplo, comparar sus nuevos medicamentos con los que ya se sabe que son inferiores a los demás en el mercado, de modo que resultaran por delante del juego, incluso antes de que comenzara el malabarismo de los datos? «Tal vez a veces son las preguntas las que son parciales: no las respuestas», dijo, mostrando una sonrisa amistosa. Todos asintieron. Aunque los resultados de los estudios sobre medicamentos a menudo son noticia en los periódicos, debe preguntarse si en verdad prueban algo. De hecho, dada la amplitud de los problemas potenciales planteados en la reunión, ¿se puede confiar en cualquier estudio de investigación médica?
Esa pregunta ha sido central en la carrera de Ioannidis. Él es lo que se conoce como un metainvestigador, y se ha convertido en uno de los expertos más importantes del mundo en la credibilidad de la investigación médica. Él y su equipo han demostrado, una y otra vez, y de incontables maneras diferentes, que gran parte de lo que los investigadores biomédicos concluyen en los estudios publicados ─conclusiones que los médicos tienen en cuenta cuando prescriben antibióticos, o medicamentos para la presión sanguínea, o cuando nos aconsejan consumir más fibra o menos carne, o cuando recomiendan cirugía para enfermedades cardíacas o el dolor de espalda─ es engañosa, exagerada y, a menudo, totalmente errónea. Él denuncia que hasta el 90% de la información médica publicada de la que dependen los médicos es defectuosa. Su trabajo ha sido ampliamente aceptado por la comunidad médica; ha sido publicado en las principales revistas del campo, donde es muy citado; y es una gran atracción en las conferencias. Dada esta aseveración, y el hecho de que su labor se enfoca en el trabajo de todos aquellos que hacen medicina, así como en lo que hacen los médicos y en los consejos de salud que recibimos, Ioannidis puede ser uno de los científicos vivos más influyentes del mundo. Sin embargo, a pesar de su influencia, a él le preocupa que el campo de la investigación médica sea tan ominoso y esté tan plagado de conflictos de intereses, que pueda ser crónicamente resistente al cambio, o incluso reacio a admitir públicamente que existe un problema.
LA CIUDAD DE IOANNINA es una gran ciudad universitaria a poca distancia de las ruinas de un anfiteatro de 20.000 asientos, y de un santuario de Zeus construido en el sitio del oráculo de Dodona. Se dice que el oráculo emitía pronunciamientos a los sacerdotes mediante el crujido de un árbol de roble sagrado. Hoy, un roble diferente en el sitio ofrece a los visitantes la oportunidad de probar su suerte para conseguir una profecía. «Recibo a todos los investigadores que me visitan aquí, y casi todos le hacen la misma pregunta al árbol», me dice Ioannidis, mientras contemplamos el árbol un día después de la reunión del equipo. » ‘¿Se aprobará mi beca de investigación?’ » Se ríe; pero Ioannidis (pronunciado yo-NI-dis) tiende a reír no tanto de alegría sino para suavizar la picadura de su ataque. Y, por supuesto, acaba sugiriendo que la obsesión por ganar fondos ha contribuido en gran medida a debilitar la confiabilidad de la investigación médica.
Primero se tropezó, explica, con el tipo de problemas que plagan el campo, como joven médico e investigador a principios de la década de 1990 en Harvard. En ese momento, estaba interesado en diagnosticar enfermedades raras, por lo que la falta de datos sobre casos puede dejar a los médicos con poco más que la intuición y las reglas generales. Pero notó que los médicos parecían proceder de la misma manera, incluso cuando se trataba de cáncer, de enfermedades cardíacas y otras dolencias comunes. ¿Dónde estaban los datos duros que respaldarían sus decisiones para el tratamiento? Había muchas investigaciones publicadas, pero la mayor parte era notablemente poco científica, y estaba basada en gran medida en observaciones sobre un pequeño número de casos. Un nuevo movimiento de «medicina basada en la evidencia» estaba comenzando a tomar fuerza, y Ioannidis decidió lanzarse a investigar al respecto, trabajando primero con investigadores prominentes de la Universidad de Tufts, y luego tomando posiciones en la Universidad Johns Hopkins y en los Institutos Nacionales de Salud. Estaba inusualmente bien armado: había sido un prodigio matemático con estatus de cuasicelebridad en su escuela secundaria de Grecia, y había seguido a sus padres, que eran médicos investigadores, estudiando medicina; así tendría la oportunidad de combinar matemáticas y medicina al aplicar rigurosos análisis estadísticos a lo que parecía un campo sorprendentemente descuidado. «Suponía que todo lo que los médicos hacíamos era básicamente correcto, pero ahora iba a ayudar a verificarlo», dice. «Todo lo que tendríamos que hacer era revisar sistemáticamente la evidencia, confiar en lo que nos dice, y entonces todo sería perfecto».
No resultó de esa manera. Al estudiar detenidamente las publicaciones médicas, se sorprendió por la cantidad de hallazgos de todo tipo que habían sido refutados por hallazgos posteriores. Desde luego, en la ciencia médica los «no importa» difícilmente son un secreto. Y a veces llegan a los titulares, como cuando en los últimos años grandes estudios o consensos crecientes de investigadores concluyeron que las mamografías, las colonoscopias y las pruebas de antígeno prostático específico (PSA) son herramientas de detección del cáncer mucho menos útiles de lo que nos habían dicho; o cuando se demostró que los antidepresivos ampliamente recetados como Prozac, Zoloft y Paxil, no son más efectivos que un placebo para la mayoría de los casos de depresión; o cuando supimos que permanecer fuera del sol en realidad puede aumentar los riesgos de cáncer; o cuando nos dijeron que el consejo de beber mucha agua durante el ejercicio intenso era potencialmente fatal; o cuando, el pasado mes de abril (2010) se nos informó que tomar aceite de pescado, hacer ejercicio y resolver acertijos en realidad no ayuda a defendernos de la enfermedad de Alzheimer, afirmación esta que se utilizó durante mucho tiempo. Los estudios revisados por pares han llegado a conclusiones opuestas acerca de si el uso de teléfonos celulares puede causar cáncer cerebral; si dormir más de ocho horas por noche es saludable o peligroso; si tomar aspirina todos los días es más probable que te salve la vida o no, y si las rutinarias angioplastias funcionan mejor que las píldoras para destapar las arterias del corazón.
Pero más allá de los titulares, Ioannidis se sorprendió del rango y el alcance de los reveses que estaba encontrando en la investigación médica cotidiana. Los «ensayos controlados aleatorios», que comparan cómo un grupo responde a un tratamiento frente a la forma en que otro grupo idéntico se comporta sin el tratamiento, se habían considerado durante mucho tiempo pruebas casi inamovibles; pero también terminaron estando equivocados algunas veces. «Me di cuenta de que incluso nuestra investigación con patrón de oro tenía muchos problemas», dice. Desconcertado, comenzó a buscar las formas específicas por las cuales los estudios iban mal. Y en poco tiempo descubrió que el rango de errores cometidos era asombroso: abarcaba desde qué preguntas planteaban los investigadores, hasta cómo configuraban los estudios, a qué pacientes reclutaban, qué mediciones tomaban, cómo analizaban los datos, cómo presentaban sus resultados, y cómo se publicaban determinados estudios en revistas médicas.
Esta matriz sugirió una disfunción subyacente aún más grande, y Ioannidis pensó que sabía lo que pasaba. «Los estudios eran sesgados», dice. «A veces eran abiertamente sesgados. A veces era difícil ver el sesgo, pero estaba allí». Los investigadores se dirigían a sus investigaciones en busca de ciertos resultados y, he aquí que los estaban consiguiendo. Pensamos que el proceso científico es objetivo, riguroso e incluso despiadado para separar lo que es verdadero de lo que simplemente deseamos que sea cierto, pero de hecho es fácil manipular los resultados, incluso de manera no intencional o inconsciente. «En cada paso del proceso, hay espacio para distorsionar los resultados, una forma de hacer un ajuste más fuerte o seleccionar lo que se va a concluir», dice Ioannidis. «Existe un conflicto de intereses de orden intelectual que presiona a los investigadores a encontrar aquello que sea más probable que los financie».
Quizás solo una minoría de investigadores estaba sucumbiendo a este sesgo, pero sus conclusiones distorsionadas estaban teniendo un efecto descomunal en las investigaciones publicadas. Para obtener financiación y puestos de titularidad, y a menudo simplemente para mantenerse a flote, los investigadores tienen que publicar su trabajo en revistas de prestigio, donde las tasas de rechazo pueden superar el 90 por ciento. No es de extrañar que los estudios que tienden a obtener el nivel de reconocimiento sean aquellos con hallazgos llamativos. Pero si bien crear teorías llamativas es relativamente fácil, conseguir que la realidad las confirme es otra cuestión. La gran mayoría colapsa bajo el peso de datos contradictorios, cuando se estudian rigurosamente. Imagine, sin embargo, que cinco equipos de investigación diferentes examinan una teoría interesante que está dando vueltas, y cuatro de los cinco grupos prueben correctamente que la idea es falsa, mientras que el grupo menos cauteloso lo “pruebe» incorrectamente a través de una combinación de error, casualidad e inteligente selección de datos. ¿Adivina qué conclusiones acabará leyendo su médico en la revista, y terminará escuchando en las noticias de la noche? Los investigadores a veces pueden llamar la atención al refutar un hallazgo prominente, que puede ayudar al menos a generar dudas sobre los resultados; pero, en general, es mucho más gratificante agregar una nueva percepción o giro emocionante a la investigación existente que volver a probar sus premisas básicas; después de todo, no es probable que la revalidación de los resultados de otra persona sea publicada, y tratar de socavar el trabajo de colegas respetados puede tener repercusiones profesionales desagradables.
A finales de la década de 1990, Ioannidis estableció una base de estudio en la Universidad de Ioannina. Reunió a su equipo, que sigue intacto en la actualidad, y comenzó a abordar el problema en una serie de documentos que señalaban las formas específicas en que ciertos estudios obtenían resultados engañosos. Otros metainvestigadores también comenzaron a destacar las tasas de error inquietantemente altas que circulan en la literatura médica. Pero Ioannidis quería tener una visión global, y hacerlo con datos sólidos, razonamiento claro y buen análisis estadístico. El proyecto se prolongó hasta que finalmente él se retiró a la pequeña isla de Sikinos en el Mar Egeo, donde se inspiró en el entorno relativamente primitivo y las tradiciones intelectuales que le evocaban. «Un tema omnipresente de la literatura griega antigua es que debes buscar la verdad, sin importar cuál sea la verdad», dice. En 2005, soltó dos documentos que desafiaron los fundamentos de la investigación médica.
Eligió publicar un artículo, sigilosamente, en la revista en línea PLoS Medicine, que se compromete a publicar cualquier artículo metodológicamente sólido, sin tener en cuenta cuán «interesantes» puedan ser los resultados. En el documento, Ioannidis presentó una prueba matemática detallada en la que expuso que ─asumiendo niveles modestos de sesgo por parte los investigadores, técnicas de investigación típicamente imperfectas y la bien conocida tendencia a centrarse en teorías emocionantes en lugar de aquellas que son altamente plausibles─ los hallazgos que los investigadores encuentran la mayor parte del tiempo son erróneos. En pocas palabras, si te atraen las ideas que tienen buenas posibilidades de estar equivocadas, si estás motivado para demostrar que son correctas, y si tienes un margen de maniobra para la forma de reunir las pruebas, probablemente tendrás éxito probando teorías equivocadas como correctas. Su modelo predijo, en diferentes campos de la investigación médica, las tasas de incorrección que corresponden aproximadamente a las tasas observadas en las que los hallazgos fueron refutados convincentemente: el 80% de los estudios no aleatorios (de lejos los más comunes) resultaron ser incorrectos, al igual que el 25% de los ensayos aleatorios supuestamente estándar de oro, y cerca del 10% de los grandes ensayos aleatorios de estándar de platino. El artículo explicaba su creencia de que los investigadores frecuentemente estaban manipulando los análisis de datos, persiguiendo resultados para hacer avanzar sus carreras en lugar de buscar una buena ciencia, e incluso utilizando el proceso de revisión por pares ─en el que las revistas solicitan a los investigadores que ayuden a decidir qué estudios publicar─ para suprimir puntos de vista opuestos. «Puedes cuestionar algunos de los detalles en los cálculos de John, pero es difícil argumentar que las ideas esenciales no son del todo correctas», dice Doug Altman, un investigador de la Universidad de Oxford que dirige el Centro de Estadística en Medicina.
Aun así, Ioannidis anticipó que la comunidad podría ignorar sus hallazgos: seguro, muchas investigaciones dudosas se convierten en revistas, pero nosotros, investigadores y médicos, sabemos que debemos ignorarlas y enfocarnos en lo bueno; entonces, ¿cuál es el problema? El otro documento se dirigió a ese reclamo. Se enfocó en 49 de los hallazgos de investigación más respetados en medicina de los últimos 13 años, según lo juzgado por las dos medidas estándar de la comunidad científica: los artículos habían aparecido en las revistas más ampliamente citadas en artículos de investigación y eran a su vez los 49 artículos más citados en esas revistas. Estos eran artículos que ayudaban a aumentar la popularidad de tratamientos como el uso de terapias de reemplazo hormonal para mujeres menopáusicas, vitamina E para reducir el riesgo de enfermedad cardíaca, stents coronarios para prevenir ataques cardíacos, y dosis diarias bajas de aspirina para controlar la presión arterial y prevenir ataques cardíacos y accidentes cerebrovasculares. Ioannidis estaba poniendo sus argumentos a prueba, no contra investigaciones comunes o incluso investigaciones simplemente bien aceptadas, sino contra la punta absoluta de la pirámide en investigación. De los 49 artículos, 45 reclamaban haber descubierto intervenciones efectivas. Treinta y cuatro de estos reclamos habían sido probados nuevamente, y en 14 de estos, o sea el 41 por ciento, se había demostrado de manera convincente que eran incorrectos, o significativamente exagerados. Si entre un tercio y la mitad de la investigación más aclamada en medicina, estaba demostrando ser poco confiable, el alcance y el impacto del problema eran innegables. Ese artículo fue publicado en el Journal of the American Medical Association.
Conduciéndome de vuelta al campus en su pequeño SUV ─después de insistir, como aparentemente hace con todos sus visitantes, en mostrarme un lago cercano y los seis monasterios situados en un islote dentro de él─ Ioannidis se disculpó profusamente por haber encendido una luz amarilla, explicando mientras reía que no confiaba en que la camioneta detrás de él se detuviera. Teniendo en cuenta su disposición, incluso su entusiasmo, para abofetear a la comunidad de investigación médica, Ioannidis se muestra pensativo, optimista y profundamente civilizado. Es un oyente cuidadoso; su sonrisa frecuente y su carcajada semi-apologética pueden hacer que el agudo empuje de sus argumentos parezcan casi que bonachones. Es tan rápido, si no más rápido, para cuestionar sus propios motivos y competencia, como ningún otro. Un hombre de 45 años, pulcro y compacto, con un bigote recortado, que se presenta como una especie de nerd apuesto, a lo Giancarlo Giannini con un poco de Mr. Bean.
La humildad y la amabilidad parecen serle útiles para transmitir un mensaje que no es fácil de digerir o, para el caso, creer: incluso los investigadores altamente reconocidos en instituciones prestigiosas a veces generan hallazgos que llaman la atención, en lugar de hallazgos que probablemente sean correctos. Pero Ioannidis señala que evidentemente los hallazgos cuestionables abarrotan las páginas de las principales revistas médicas, por no mencionar los titulares matutinos. Considere, dice, el flujo interminable de resultados de estudios nutricionales en los que los investigadores siguen a miles de personas durante algunos años, haciendo seguimiento de lo que comen, qué suplementos toman, y cómo cambia su salud a lo largo del estudio. «Entonces los investigadores comienzan a preguntar: ‘¿Qué hizo la vitamina E? ¿Qué hicieron la vitamina C o D o A? ¿Qué cambió con la ingesta de calorías o la ingesta de proteínas o grasas? ¿Qué pasó con los niveles de colesterol? ¿Quién tiene qué tipo de cáncer?’ «, dice. «Pasan todo por el molino, uno a la vez, y comienzan a encontrar asociaciones, y eventualmente concluyen que la vitamina X reduce el riesgo del cáncer Y, o esta comida ayuda con el riesgo de esa enfermedad». En una sola semana todo esto madura, y las páginas de noticias de Google empiezan a ofrecer estos titulares: «El aumento de grasas omega-3 no ayuda a los pacientes con enfermedades cardíacas»; «Las frutas y verduras reducen el riesgo de cáncer para los fumadores»; «La soya puede aliviar los problemas del sueño en las mujeres mayores»; y docenas de historias similares.
Cuando un estudio de cinco años con 10.000 personas encuentra que aquellos que toman más vitamina X tienen menos probabilidades de contraer el cáncer Y, uno empieza a pensar que existen muy buenas razones para tomar más vitamina X, y los médicos rutinariamente pasan estas recomendaciones a los pacientes. Pero estos estudios a menudo se contradicen agudamente el uno al otro. Los estudios han ido y venido hablando sobre los poderes preventivos del cáncer, de las vitaminas A, D y E; sobre los beneficios para la salud del corazón al comer grasas y carbohidratos; e incluso sobre la cuestión de si tener sobrepeso es más probable que extienda o acorte tu vida. ¿Cómo deberíamos escoger entre estos hallazgos nutricionales dudosos y de alto perfil? Ioannidis sugiere un enfoque simple: ignórelos todos.
Para empezar, explica, lo más probable es que en cualquier gran base de datos de muchos factores nutricionales y de salud, aparezcan algunas conexiones que de hecho son meras casualidades, y no efectos reales para la salud ─es un poco como peinar largas cadenas aleatorias de cartas de baraja y pretender que hay un mensaje importante en las palabras que podrían aparecer. Pero incluso si un estudio logró resaltar una conexión de salud genuina con algún nutriente, es poco probable que usted se beneficie mucho de consumir más, porque consumimos miles de nutrientes que actúan en conjunto como una especie de red, y el consumo cambiante de solo uno de ellos es probable que produzca ondas en toda la red, ondas que son demasiado complejas para que estos estudios las detecten, y es tan probable que le hagan daño como que le ayuden. Incluso si el cambiar ese único factor provoca una supuesta mejoría, aún hay una buena posibilidad de que no le sirva de mucho en el largo plazo, porque estos estudios raramente continúan el tiempo suficiente como para rastrear el curso de enfermedades que duran varias décadas y finalmente causan la muerte. En cambio, estos estudios rastrean «marcadores» de salud fácilmente mensurables como niveles de colesterol, presión arterial y niveles de azúcar en la sangre, y los metaexpertos han demostrado que los cambios en estos marcadores a menudo no se correlacionan con la salud a largo plazo, como se ha llegado a creer.
En ocasiones relativamente raras, cuando un estudio continúa el tiempo suficiente para rastrear la mortalidad, los hallazgos con frecuencia anulan los resultados de los estudios más cortos. (Por ejemplo, aunque la gran mayoría de los estudios de personas con sobrepeso relacionan el exceso de peso con la mala salud, la mayoría de ellos no ha demostrado convincentemente que las personas con sobrepeso probablemente mueran antes, y algunos de ellos aparentemente han demostrado que las personas con sobrepeso moderado es probable que vivan más tiempo). Y estos problemas son distintos de los omnipresentes errores de medición (por ejemplo, la gente suele informar erróneamente sus dietas en los estudios); y aquellos análisis inapropiados (los investigadores confían en un software complejo capaz de hacer malabares con resultados que no siempre entienden); y el problema menos común, pero grave, del fraude absoluto (que, según estudios confidenciales, se ha revelado estar mucho más difundido de lo que los científicos desearían reconocer).
Si un estudio de alguna manera evita cada uno de estos problemas y encuentra una conexión real con los cambios a largo plazo en la salud, esto aún no garantiza que usted se beneficie, porque los estudios informan resultados promedio, que típicamente representan una amplia gama de resultados individuales. Si usted se encuentra entre la minoría afortunada que se beneficia, no espere una mejora notable en su salud, porque los estudios generalmente detectan efectos modestos que simplemente tienden a reducir sus posibilidades de sucumbir a una enfermedad en particular, de pequeñas a algo más pequeñas. «Las probabilidades de que algo útil sobreviva de cualquiera de estos estudios son pobres», dice Ioannidis, descartando de un soplo una buena parte de la investigación en la que hundimos unos US$100 mil millones al año, solo en los Estados Unidos.
Y lo mismo ocurre con todos los estudios médicos, dice él. De hecho, los estudios nutricionales no son los peores. Los estudios sobre drogas tienen la fuerza corruptora adicional del conflicto financiero de intereses. Los emocionantes vínculos entre genes y varias enfermedades y rasgos, que son incesantemente promocionados en la prensa para anunciar tratamientos milagrosos a la vuelta de la esquina para todo, desde el cáncer de colon hasta la esquizofrenia, han demostrado ser tan vulnerables al error y la distorsión, como Ioannidis ha descubierto, que en algunos casos también usted habría hecho algo parecido lanzando dardos a una tabla del genoma. (Estos estudios parecen haber mejorado algo en los últimos años, pero aún no se sabe si se mantendrán o serán útiles en el tratamiento). Vioxx, Zelnorm y Baycol fueron algunos de los fármacos ampliamente recetados, que se encontraron seguros y efectivos en los grandes estudios de ensayos controlados aleatorios, antes de que fueran retirados del mercado por ser inseguros o no tan efectivos, o las dos cosas.
«A menudo, las afirmaciones hechas por los estudios son tan extravagantes, que se pueden tachar inmediatamente sin necesidad de saber mucho sobre los problemas específicos de los estudios», dice Ioannidis. Pero, por supuesto, es esa extravagancia en las afirmaciones (un gran ensayo aleatorio controlado incluso demostró que el rezo secreto de grupos desconocidos puede salvar la vida de pacientes con cirugía cardíaca, mientras que otro demostró que el rezo secreto puede dañarlos) la que ayuda a obtener estos hallazgos en las revistas y luego en nuestros tratamientos y estilos de vida, en especial cuando la afirmación se basa en pruebas impresionantes. «Incluso cuando la evidencia muestra que una idea particular de investigación es incorrecta, si usted tiene a miles de científicos que han invertido sus carreras en esa idea, ellos continuarán publicando documentos sobre ella», dice él. «Es como una epidemia, en el sentido de que los que están infectados con estas ideas equivocadas las difunden a otros investigadores a través de revistas».
AUNQUE LOS CIENTÍFICOS y los periodistas científicos hablan constantemente sobre el valor del proceso de revisión por pares, los investigadores admiten entre sí que los estudios tendenciosos, erróneos, e incluso flagrantemente fraudulentos, se deslizan fácilmente a través de estas revisiones. Nature, la gran dama de las revistas científicas, afirmó en un editorial de 2006: «Los científicos entienden que la revisión por pares solo proporciona una mínima garantía de calidad y que la concepción pública de la revisión por pares como un sello de autenticación está lejos de la verdad.» Además, el proceso de revisión por pares a menudo presiona a los investigadores para que eviten buscar en direcciones genuinamente nuevas, y en su lugar, aprovechen los hallazgos de sus colegas (es decir, sus posibles revisores) de maneras que solo aparentan ser avances importantes, como ocurre con los vínculos genéticos que suenan emocionantes (¡se han identificado los genes del autismo!) y los hallazgos nutricionales (¡el aceite de oliva reduce la presión sanguínea!), los cuales en realidad son variaciones dudosas y contradictorias sobre un tema.
La mayoría de los editores de revistas ni siquiera afirman estar protegidos contra los problemas que plagan estos estudios. Los supervisores de investigación de la universidad y el gobierno rara vez intervienen directamente para hacer cumplir la calidad de la investigación, y cuando lo hacen, la comunidad científica se vuelve loca por la interferencia externa. Se supone que la máxima protección contra el error y el sesgo de la investigación provienen de la forma en que los científicos constantemente vuelven a examinar los resultados de los otros; excepto que no lo hacen. Solo es probable que se examinen los hallazgos más destacados, ya que quizás haya una rentabilidad en la publicación, al reafirmar la prueba o al contradecirla.
Pero también en los estudios más influyentes de la medicina, la evidencia a veces permanece sorprendentemente estrecha. De esos 45 estudios súper citados en los que Ioannidis se enfocó, 11 nunca habían sido probados nuevamente. Lo que quizás es peor, Ioannidis descubrió que incluso cuando se descubre un error de investigación, este por lo general persiste durante años o décadas. Él analizó tres prominentes estudios de salud, de las décadas de 1980 y 1990, que fueron refutados más tarde cada uno de ellos, y descubrió que los investigadores continuaron citando los resultados originales como correctos antes que como defectuosos ─en un caso la citación duró al menos 12 años después de que los resultados fueron desacreditados.
Los médicos pueden notar que a sus pacientes no les va tan bien con ciertos tratamientos como la literatura los lleva a esperar, pero el campo está apropiadamente condicionado para subyugar tal evidencia anecdótica a los hallazgos del estudio. Sin embargo, gran parte, quizás incluso la mayoría, de lo que hacen los médicos nunca ha sido formalmente puesto a prueba en estudios creíbles, dado que la necesidad de hacerlo se hizo obvia en el campo solo en la década de 1990, dejándola de ponerse al día con un siglo o más de medicina no–basada-en-evidencia, y que contribuye a la sorprendentemente alta estimación de Ioannidis del grado en que el conocimiento médico es defectuoso. Que no nos enfermemos gravemente de forma rutinaria por este déficit, argumenta él, se debe en gran medida al hecho de que la mayoría de las intervenciones y consejos médicos no abordan las situaciones de vida o muerte, sino que pretenden dejarnos un poco más saludables o menos insanos, por lo que generalmente no ganamos ni arriesgamos demasiado.
La investigación médica no es la única plagada de errores. Otros expertos en metainvestigación han confirmado que problemas similares en la distorsión de la investigación se presentan en todos los campos de la ciencia, desde la física a la economía (donde los prestigiosos economistas J. Bradford DeLong y Kevin Lang mostraron una vez cómo una escasez notablemente consistente de evidencia sólida en estudios económicos publicados hacía poco probable que alguno de ellos tuviera razón). Y no hace falta decir que las cosas solo empeoran cuando se trata de la experiencia popular que se nos arroja sin parar desde la dieta, las relaciones, la inversión y los gurús y expertos en crianza. Pero esperamos más de los científicos, y especialmente de los científicos médicos, dado que creemos que estamos arriesgando nuestras vidas en sus resultados. El público apenas reconoce lo mala que es esta apuesta. La comunidad médica misma podría no ser muy consciente del alcance del problema, si Ioannidis no hubiera forzado una confrontación cuando publicó sus estudios en 2005.
Ioannidis inicialmente pensó que la comunidad saldría a pelearle. Por el contrario, pareció aliviado, como si hubiera estado sintiéndose culpable, esperando que alguien hiciera sonar el silbato, y lo que estaban era ansiosos por escuchar más. David Gorski, cirujano e investigador del Instituto del Cáncer Barbara Ann Karmanos de Detroit, señaló en su destacado blog médico que cuando presentó el trabajo de Ioannidis como una investigación altamente citada en una reunión profesional, «ninguno de mis colegas quirúrgicos se sorprendió en lo más mínimo o se sintió perturbado por sus hallazgos.» Ioannidis ofrece una teoría para la recepción relativamente tranquila. «Creo que la gente no sintió que solo estaba tratando de provocarlos, porque demostré que era un problema de la comunidad, en lugar de apuntar con los dedos a ejemplos individuales de mala investigación», dice. En cierto sentido, les dio a los científicos la oportunidad de cloquear sobre el error, sin tener que reconocer que ellos mismos sucumbieron a él, y que era algo que todos los demás venían haciendo.
Decir que el trabajo de Ioannidis ha sido adoptado sería una subestimación. Su documento de Medicine PLoS es el más descargado en la historia de la revista, y ni siquiera es el trabajo más citado de Ioannidis, un artículo que publicó en Nature Genetics sobre los problemas con los estudios genéticos. Otros investigadores están ansiosos por trabajar con él: ha publicado artículos con 1.328 coautores diferentes en 538 instituciones en 43 países, dice. El año pasado recibió, según su estimación, invitaciones para hablar en 1.000 conferencias e instituciones en todo el mundo, y estaba aceptando un promedio de cinco invitaciones por mes, hasta que un caso de vértigo inducido por viajes excesivos lo llevó a parar. Aun así, en las semanas previas a mi visita, él se había dirigido a una conferencia sobre el SIDA en San Francisco, a la Sociedad Europea de Investigación Clínica, la Escuela de Salud Pública de Harvard y las facultades de medicina de Stanford y Tufts.
La ironía de que haya logrado este tipo de éxitos acusando a la comunidad de investigación médica de perseguir el éxito, no le pasa desapercibida, y señala que debería plantearse la cuestión de si él mismo podría exagerar sus hallazgos. «Si hiciera un estudio y los resultados mostraran que de hecho no había realmente mucho prejuicio en la investigación, ¿estaría dispuesto a publicarlo?», pregunta. «Eso crearía un verdadero conflicto psicológico para mí». Pero su mayor preocupación, dice, es que mientras sus colegas investigadores parecen captar el mensaje, no necesariamente ha obligado a nadie a hacer un mejor trabajo. Teme que al final no haya hecho mucho para mejorar la salud de nadie. «Puede que no haya objeciones feroces a lo que estoy diciendo», explica. «Pero es difícil cambiar la forma en que los médicos, los pacientes y las personas sanas piensan y se comportan todos los días».
Como una escalera ascendente alrededor de una torre, que es como se ve el campus de la Facultad de Medicina de la Universidad de Ioannina, el hospital contiguo luce tranquilizadoramente impasible. Athina Tatsioni me ha ofrecido hacer un recorrido por las instalaciones, pero solo llegamos hasta la entrada cuando la saluda una mujer mayor de aspecto preocupado. Tatsioni, normalmente un poco reservada, es cálida y animada con la mujer, y las dos tienen una breve, pero intensa conversación antes de abrazarse y decir adiós. Tatsioni me explica que la mujer y su esposo eran pacientes de ella hace años; ahora el marido ha ingresado en el hospital con dolores abdominales, y Tatsioni le ha prometido que pasará por su habitación para saludarla más tarde. Recordando la historia de la apendicitis, la probé un poco, y ella confiesa que planea hacer su propio examen. Sin embargo, ella necesita ser circunspecta, por lo que no parecerá estar dudando de los otros doctores.
Tatsioni no teme tanto que alguien recorte el apéndice sano del hombre. Por el contrario, le preocupa que, al igual que a muchos pacientes, le termine prescribiendo múltiples medicamentos que harán poco por ayudarlo y que podrían dañarlo. «Generalmente lo que sucede es que el médico pedirá un conjunto de pruebas bioquímicas: grasa hepática, función del páncreas, etcétera», me dice. «En las pruebas podría aparecer algo, pero probablemente sean irrelevantes. Es mucho más probable que una buena charla con el paciente y obtener un historial cercano me diga qué sucede”. Por supuesto, todos los médicos han sido entrenados para ordenar estas pruebas, señala, y hacerlo es mucho más rápido que una larga conversación de cabecera. También están capacitados para proteger al paciente contra cualquier medicamento que pueda descontrolar los números de los exámenes, y hacer que las cosas vuelvan a su normalidad. Lo que no están capacitados para hacer es volver atrás y mirar los documentos de investigación que ayudaron a hacer de estos medicamentos el estándar de atención. «Cuando miras los papeles, a menudo encuentras que los medicamentos ni siquiera funcionan mejor que un placebo. Y nadie probó cómo funcionaban en combinación con las otras drogas», dice ella. «Simplemente sacar al paciente de todo, puede mejorar su salud de inmediato». Pero no solo está revisando la investigación como otra tarea que lleva mucho tiempo; a los pacientes a menudo ni siquiera les gusta cuando les quitan sus medicamentos, explica; ellos encuentran sus recetas tranquilizadoras.
Más tarde, Ioannidis me dice que se asegura de tener a varios médicos en su equipo. «Los investigadores y los médicos a menudo no se entienden entre sí; hablan diferentes idiomas», dice. Sabiendo que algunos de sus investigadores están pasando más de la mitad de su tiempo en la atención de pacientes, siente que el equipo está mejor posicionado para cerrar esa brecha; su experiencia informa la investigación del equipo con conocimiento de primera mano, y ayuda al equipo a configurar sus documentos de una manera más probable de llegar a casa con los médicos. No es que prevea que los médicos tomen todas sus decisiones basándose únicamente en evidencia sólida; simplemente hay demasiada complejidad en el tratamiento del paciente para precisar cada situación con un gran estudio. «Los médicos necesitan confiar en el instinto y el juicio para tomar decisiones», dice. «Pero estas elecciones deberían estar lo más informadas posible a través de la evidencia. Y si la evidencia no es buena, los doctores deberían saber eso también. Y también deberían saberlo los pacientes «.
De hecho, la cuestión de si los problemas con la investigación médica deberían ser transmitidos al público es persistente en la comunidad de metainvestigación. Sintiendo ya que están luchando para evitar que los pacientes recurran a tratamientos médicos alternativos como la homeopatía, o que se diagnostiquen erróneamente en Internet, o que simplemente descuiden el tratamiento médico, muchos investigadores y médicos no están dispuestos a proporcionar más razones para ser escépticos de lo que hacen los médicos; por no mencionar cómo el desencanto público con la medicina podría afectar el financiamiento de la investigación. Ioannidis rechaza estas preocupaciones. «Si no le hablamos al público sobre estos problemas, entonces no somos mejores que los no científicos que dicen falsamente que pueden sanar», dice. «Si los medicamentos no funcionan y no estamos seguros de cómo tratar algo, ¿por qué deberíamos reclamar de manera diferente? Algunos temen que haya menos fondos si dejamos de afirmar que podemos demostrar que tenemos tratamientos milagrosos. Pero si realmente no podemos proporcionar esos milagros, de todos modos, ¿cuánto tiempo más podremos engañar al público? La empresa científica es probablemente el logro más fantástico de la historia de la humanidad, pero eso no significa que tengamos derecho a exagerar lo que estamos logrando».
Podríamos resolver gran parte del problema de las equivocaciones, dice Ioannidis, si el mundo simplemente dejara de esperar que los científicos tengan razón. Eso es porque estar equivocado en la ciencia está bien, e incluso es necesario, siempre y cuando los científicos reconozcan cuando inflan los estudios, que denuncien abiertamente su error en lugar de disfrazarlo como un éxito, y luego pasen a lo siguiente, hasta que encuentren el muy ocasional descubrimiento genuino. Pero mientras las carreras sigan estando supeditadas a la producción de una corriente de investigación que parece más adecuada de lo que es, los científicos seguirán entregando exactamente eso.
«La ciencia es una empresa noble, pero también es un esfuerzo de bajo rendimiento», dice. «No estoy seguro de que más que un porcentaje muy pequeño de investigación médica pueda llevar a mejoras importantes en los resultados clínicos y la calidad de vida. Deberíamos estar muy cómodos con eso que se hace».
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DAVID H. FREEDMAN es el autor de “Wrong: por qué los expertos nos siguen fallando, y cómo saber cuándo no confiar en ellos”. Ha sido contribuidor atlántico desde 1998.